domingo, 30 de noviembre de 2008

SANTO SUDACA, O UN IRÓNICO CARPETAZO AL CRIOLLISMO


Por Luis Antonio Marín



Texto leído el 1º de noviembre de 2008, en la presentación del libro de cuentos SANTO SUDACA de Claudio Maldonado (Editorial Fuga), en el Museo Ferroviario de Temuco.



Claudio Maldonado (1977) es un escritor que ha vivido casi la mitad de su vida en Curicó y la otra mitad en Temuco. La primera parte, el influjo social y familiar marcadamente tradicionalista y patriarcal (que aún subsiste), se incrustaron en él con la fuerza de una espuela : Esa espuela que azuza y repele, que motiva y a la vez condiciona -y valga acá la paradoja- a la activa inacción del trabajo inercial.

La segunda parte de su vida comienza con su ingreso a la carrera de Castellano, en la Universidad de la Frontera. De ESTA frontera: abigarrada, desarraigada y presuntuosamente multiculturalista; una de las ciudades más complejas del Cono Sur. Acá, en este far west, como la llamó Neruda, Maldonado descubre que su máximo anhelo es ser escritor. Y, también, que esa vocación no era propiciada, sino más bien condenada (con la burla o la amenaza intelectual), no sólo por esos burócratas del pensamiento que suelen ser los profesores, sino también por esos resignados pasantistas del matico seco y la cerveza que suelen ser los alumnos de los VERDES campus… sobre todo del campus de Bello. Resultado, el desarraigo: y el resignado deambular por las urgentes avenidas de un saber pragmatista. Y aquel pragmatismo -la espuela, la activa inacción del trabajo inercial del que hablábamos- lo lleva a titularse a los 21 años y a no parar, desde entonces, de obtener un sustento que no se condice con su más entrañable vocación. Y ello, sin duda, es lo que explica los 12 años que median entre en primer relato de Santo Sudaca -bombero chico bueno- y el último, Gilberto Sanger, escrito hace pocas semanas.

¿Y EL CRIOLLISMO?

Como sabemos, el criollismo es aquella literatura de corte realista que, al menos en Chile, floreció en las primeras décadas del siglo anterior y cuyo principal exponente es Mariano Latorre. Se preocupaba -en una doble actitud de exaltación y resentimiento- de los caracteres locales, mediante efusivas descripciones de los trabajos y los días de la gente del campo o de la urbe; aunque también se inquietaba por el clima, la flora, la fauna y hasta la ornitología de esta “copia feliz del Edén”. El arrecio de las vanguardias literarias, con sus sicologismos descreídos y alquimias universalistas, que en Chile encarnaron los de la generación del 50 -la de Donoso, Edwards, Lafourcade y el vilipendiado Jodorowski, entre otros- pretendieron dejar, al ingenuo criollismo, a la altura de una postal para nostálgicos o de una guía del Sernatur

¿Y EL PROFESOR-LECTOR MALDONADO?

En cuanto a Maldonado, que no es criollista ni anticriollista si no todo lo contrario, bebió en sus tiempos universitarios de las aguas del criollismo. Su formación, algo obligada si se quiere, tiene que ver en buena parte con eso. Pero sus aficiones electivas lo llevaron a Parra (“creemos ser país, pero somos apenas paisaje”, nos dice el antipoeta), a los sicologismos de Cortázar, a la aduana Kafka, al despiadado Maupassant y al infalible Edgar Allan Poe; y también, en los últimos años, al amor entrañable hacia Bukowski, hacia la frase feliz del infinito Borges y hacia ese hijo impensado de Borges, nacido a este lado de los Andes, llamado Roberto Bolaño. Entre muchos otros, sin duda. También visitó la poesía, pero de esa fantástica disciplina lo desvió para siempre el pragmatismo -el escepticismo eficientista de la prosa- con razones directas.

¿Y SANTO SUDACA?

Santo Sudaca consta de 10 cuentos, el primero de los cuales es una carta dirigida al autor Claudio Maldonado: una virulenta introducción crítica al libro, realizada por Gilberto Sánger, un escritor curicano declarado loco por razones que se dilucidarán en el último relato, del cual él y el propio Maldonado son protagonistas. Este juego de inclusiones cervantinas, enriquece notoriamente a Santo Sudaca, que cuenta además con 8 relatos intermedios, cuyos temas incluyen, entre otros, a timoratos pedofílicos, homosexuales bizarros, boxeadores impotentes, sostenedores canallas y profesores aburridos. Todos ellos enterrados en ciudades de provincia, o en esos pueblos extraviados que, al decir de Teillier, parecen guijarros o perdices echadas. Todos ellos vertidos en la página con una mala leche formidable, maculada de ironías y sarcasmos descreídos, casi siempre juguetones.

¿Y EL ANTICRIOLLISMO?

Personajes antiépicos todos, con la excepción del prologuista Sánger, y sofocados en la danza de la realidad, los entes de Santo Sudaca -según el académico que hace la contraportada- están aquejados en la posibilidad misma de existir. Y ello porque los juegos metafóricos usados, más que recursos expresivos son la materia misma del relato: lo que hace que los sujetos parezcan marginados de los códigos de la familiaridad con que se nombran las cosas y los seres. Esta marginalidad del orden de la lengua socializada y de las significaciones estatuidas, se extrapola a la esfera de la normalidad social e incluso mental; de ahí la atmósfera vagamente enrarecida que acompaña sus desplazamientos en el tiempo y en el espacio: espacio apenas sugerido y jamás devocionado.

El anticriollismo está dado, entonces, por una actitud antiépica y preñada de irrealidad, donde el paisaje no existe y el discurso no es más que una parodia del concepto mismo de discurso. Y ello, haría a don Mariano Latorre y sus adláteres (Espinoza, Durand, Juan Marín o Belmar, entre otros), fruncir el entrecejo.





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Fragmentos del libro

Del cuento “La rata de Judas” :

En cuanto a mí, el profesor de Lenguas de Valle del Sol, debo decir que fui el traidor oculto de la historia. Cuatro décadas sirviendo me habían enseñado a confiar en los poderes prácticos. Si el jefe quería circo, de payaso me vestía, si la monja quería rezos, como a un buda yo le oraba. Ya sea en la educación Normalista de los 60, en el progresismo fiero de la UP, en la instrucción de bala de la dictadura, en la Reforma de los tiempos nuevos. Y al final, en el delirio de Don Huense, la llaga de un designio anterior al brillo de una jubilación con gusto a sangre y a cigarros apagados en las noches de futuro insomnio.

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Del cuento “Santo Sudaca” :

Abrí el papel con la chileja y la eché al vaso. No salieron humos ni gases extraños, todo se mezcló en calma por entre las burbujas oxidadas de la birra. Los huasilocos se perdieron entre la gente borracha que poco a poco llenaba el local: punkisillos, hipungas, estudiantes, y un puñado de lolosaurios jugando a la conquista en soledad galana. La Sara mandó al guardia a encender la música, el sonido disparó con The Police, “Message in a bottle”. La frescura de la noche entró en mis labios. “Bien profe, ahora tráguese la chileja con confianza”, me diría la Chocho. “Ahora piense en los jotecitos de colores, trague, trague al seco”. Cerré los ojos y quise estar en la isla de aquella canción de Sting, quise transformar la letra, no ser un náufrago bucólico, estar con una mujer bonita y con paciencia, hablando cosas que hicieran reír, respetando los silencios con un beso, juntando muchas botellas vacías, para en ellas meter papelitos diciendo: “hermanos, yo ya no estoy solo”. Lanzando las botellas al mar en la mañana y recogiéndolas de noche, todas llenas de respuestas.

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Del cuento “Gilberto Sánger” :

Con el correr de los años las cosas siguieron muy bien. Los escritores de don Gilberto sacaron personalidad jurídica y pasaron a ocupar la sala más grande del Centro Cultural. Donde siguieron ganando todos los concursos que inventaban, sacando trípticos, libros, y haciendo invitaciones a poetas capitalinos menores. Que se iban felices, llenos de aplausos y con las panzas llenas de comida y de buen vino. También el Círculo se había ganado el derecho de marchar en todos los desfiles oficiales de la comuna. De pantalón caqui, chaqueta morada, un estandarte y un librito en la mano izquierda apuntando al corazón.

2

Me llamo Antonio Alexis Roquentin, pero todos me conocen como Antoine, y vine al mundo el 11 de marzo de 1977 en la ciudad carbonífera de Lota. MI ABUELO PATERNO, NATURAL DE LENS, FRANCIA, se vino recelando de la 2ª Guerra y pereció en un accidente de grisú, en los laboriosos infiernos de las minas carboníferas de Schwager. En tanto que el materno, que había sido carabinero y voluntario en una cuasi guerra fronteriza, perdió bajo el doble y pernicioso influjo de la bebida y la baraja, un campo de casi 30 hectáreas, en las cercanías de Arauco. De mis absurdos padres poco diré, bastándome aclarar que en virtud del ascenso de la clase media, ambos estudiaron gratis en la Universidad de Concepción, titulándose mi padre de Arquitecto y mi madre de Licenciada en Letras. El año 86 emigraron a Valdivia, en una fecha donde fue imposible conseguirme un buen colegio, por lo cual anclé en el 4°B de la Escuela de Hombres D-478, donde servían un desayuno de leche con tiza y galletas con boñiga de ratón, y varios alumnos iban descalzos y harapientos y con costras en la cara, y había goteras y sexo en los oscuros pasillos de un baño que olía a meados y a clorinda. Ahí estuve sólo un año y, pese a mi condición de niño mimado por algunas profesoras por asmático, tranquilo y estudioso (las mismas que humillaban a los niños que tenían los pies agusanados de piñén), mi integridad no corrió riesgos, pues me amisté con Ferrada, el matón de los matones, mediante el simple recurso de cederle agradado mi sándwich y adular su valentía; era un tipo bajo y de flamante cicatriz en la garganta, que a los once (yo tenía nueve) portaba una navaja untada en ajo y profería amenazas a los profesores. Fui elegido el mejor estudiante de la escuela, pero no me hicieron el bautizo: un ritual destinado a los más despreciables, consistente en clavarles una aguja en el prepucio.

De ese tipo de violencia pasé a otra, la del Colegio Bautista de Valdivia, donde estuve hasta los quince. Ahí tuve momentos de extravío, ante todo en los últimos dos años, pues bebía mi gaseosa y mascaba mi sándwich ocultado de las gentes y con la boca abierta, enfundado en chalecos mal tejidos. Ese altivo y religioso centro inspirado en el norteamericano amor al prójimo, se ubicaba (se ubica) al lado de mi anterior escuela y estaba compuesto de varios edificios y gimnasios y auditorios, y hasta un templo y una cancha olímpica, unidos por un bosque donde abundan los bellotos y castaños, por lo cual los castañazos cobraron más de un ojo. Recuerdo a padres que llevaban a sus hijos en vehículos de lujo, pero que no asistían a las reuniones. Recuerdo la exigencia deportiva y como algunos se quebraban los tobillos para evitar un test de Cooper aumentado. Recuerdo al director Grundy Jones, apodado PECHUMA (“Pelado Chuchas de su Madre”), siendo nombrado a coro por sus iniciales cuando iba a la sala, ante su rostro idiotizado que pensaba en la parte más carnosa de las aves de corral. Recuerdo las carreras de automóviles y el rock que los dioses destinaban sólo a algunos. Recuerdo las canciones religiosas desairadas en medio del oficio y las flamantes descripciones del infierno destinado a los ateos y malvados. Recuerdo las botellas de licor que surgían después de esos ñoños hot dog parties, del Día de Acción de Gracias (que en Chile no celebra nadie), y del carnaval aniversario de aquella institución que anhela ser antorcha que alumbra en sitio oscuro (1ª de Pedro 1:19). Recuerdo el arribismo y el clasismo y el racismo preexistentes, que los jerarcas parecían no advertir, sumidos en la dulce irrealidad de los deliquios religiosos. Recuerdo la violencia que debido a mi escasa estatura de entonces, a mi confusión y a mi exceso de lengua, me infligieron unos cuantos karatecas y algunas mujeres altivas, y que me hizo abandonar el buque tras concluir el primer año de la secundaria. Y recuerdo el mismo año de mi ida a una compañera mapuche admirablemente fea y que estudiaba becada, ahorcada –según los indiscretos auxiliares que fueron despedidos– en un rincón del bosque y cubierta de escarcha. Recuerdo los nombres y apellidos y actitudes y colores de los principales señores delincuentes y sus musas, que entre otras diversiones expusieron la toalla con la regla de la joven inmolada.

En el Liceo Camilo Henríquez, donde recalé al año siguiente y terminé mi secundaria (1994), ni siquiera tuve la suerte de padecer desdichas. De ese casi plácido destierro de la felicidad, sólo destaco dos hechos, estrictamente análogos: la muerte de un rubio espinillento a manos de Mauricio Laborde, quien le dio un golpe tan regio que cerró sus ojos para siempre tras hacer chocar su testa en el cemento; y la lectura en clases de un par de capítulos (no los más obvios) del Werther de Goethe, por parte de la maestra Vera Praus.

Al salir de secundaria yo quería ser abogado o profesor de Historia, pero en el 95 ingresé a Periodismo, la más fácil e inservible de todas las estafas (1), pero no a la Universidad Austral (me faltaba puntaje), si no a la Universidad del Sur: un ex instituto profesional ubicado en la pujante Ciudad Sur, en Doctor Carrillo y Alemania, a unos 130 kilómetros al noreste de mi Valdivia adoptiva. Su fundador fue el joven empresario Carlos Barra Acún, y cuando ingresé ya había rumores de quiebra. Yo tenía 18 e ignoraba las leyes de la carne, la pobreza y la locura, y pese a mis lecturas infantiles no creía en epopeyas. Mis compañeros de ese y otros cursos (pues me atrasé desde el principio), eran todos iguales y todos diferentes en su mediocridad y, salvo un par de casos, ni siquiera la abyección los hacía más entrañables. Recuerdo a Estela Artaza, una comunista whisky-izquierda casada con Humberto Mateluna, (el abogado más prominente de Ciudad Sur), mujer elegante y cincuentona que presumía de ser culta e intentó dos veces ser diputada de la Patria. Recuerdo a los mapuches Juan Colín, Ana Millán y Roberto Huilipán, que abjuraban de su raza y nada sabían de ella y quizá de casi nada; incluso el último, con quien más de una vez fui a Las Canoas, en la comuna de Padre las Casas, a beber sidra y comer asado al palo, aseguraba que su apellido era húngaro. Recuerdo a Giovanni Capeto, un canalla muy gracioso que se acostaba con su madre, terminó siendo odiado por todos y se hizo millonario lavándole los pies a Paulmann (2); a Andrea Peres, abortista de raza que dio curso a su vocación homicida y se hizo detective; a Elián Manríquez, posterior jefe de crónica del Diario del Sur, que por ser de clase baja no se atrevía a ser homosexual; a Marco Antonio Cerda, que mandaba a hacer los trabajos, leía un libro al año y se hizo lector de noticias; a Peter Zuinglio, un arribista consumado que hizo perder a Germán Becker la alcaldía del 96 y terminó robando en un ayuntamiento de Santiago; a Patricia Sabugal, que podía ser nuestra madre, leía a Heidegger y jamás se fue de casa por temor al mundo; a Cristian Villagra, que en ocasiones traficaba azúcar flor, se acostó con diez consortes y nunca fue amigo de Carlos Barra Acún; a Héctor Binimele, un judío obsesionado con la gloria que gustaba del jazz catolicista y escribía dos versos al año, y que dejó la Poesía por falta de interé$; a Miriam Avendaño, una culebra evangélica, experta en delatar “a los volados y copiones”. Y a tantos otros cuyo genio no amerita una mención en esta Arcadia, que se supone era un mundo bucólico y perfecto, como las Torres del Paine en primavera bajo un panal de vidrio calefaccionado.

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1 ¿Puede alguien recetar sin ser médico, hacer diligencias sin ser abogado o urdir balances sin ser contador? En cambio, por ser la opinión un derecho constitucional, todo el mundo puede ser periodista o comunicador social, lo que provoca hacinamiento y desempleo, y una profusión de papagayos inmorales.

2 El narrador alude a Horst Paulmann, brillante empresario alemán que ha dado empleo a mucha gente, y a quien el Presidente Lagos otorgó la nacionalidad en virtud de sus muchos aportes a la Patria.

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